En los setenta, bajo la batuta de mi hermano Juan aprendí mis primeros pasos como crítico. Él adoptó por primera vez en España la nomenclatura anglosajona ficción y no ficción para clasificar los libros. También juntos iniciamos la costumbre de reproducir la portada con los datos esenciales. Juan había estudiado las tendencias críticas anglosajonas y francesas, y tratamos de poner en práctica algunas de sus novedades. Por entonces, también comenzamos el primer programa de crítica de libros en TVE “España lee” y lo hicimos en un magazine que se grababa por las mañanas para luego emitirse por la tarde. En mi recuerdo actual, me parece asombroso cómo era posible concentrarse en aquel plató. Los cámaras miraban de reojo a otras cámaras con los resúmenes de fútbol en unos monitores que estaban en el suelo; mientras tanto un público variopinto contemplaba la escena de busto parlante. Allí estaban, esperando su turno, un coro de un Colegio de monjas, levantadores de pesos, cantantes, famosos, etc. En fin, un auténtico lío, en el que hablar de libros resultaba difícil: Ayala, Sender, Halcón, Updike, Cheever, desfilaron ante la indiferencia de aquel extraño público. Sin embargo, algunas veces, las voces de los libros se alzaban sobre los gritos del fútbol, los cantantes y sobre las bromas del inolvidable Joaquín Prat: un silencio indicaba que, por unos instantes, los oyentes habían enganchado con el libro. Se palpaba, entonces, en aquel plató lo mejor de nuestra tradición cultural. Todo esto sucedía cada lunes, pero había otro día importante…. El día para entregar los originales en las revistas en las que hacíamos nuestra crítica era el miércoles (tres libros por semana). La angustia se acercaba cada miércoles y los miércoles eran todos los días. Tan sólo el jueves era un día de alegría, de liberación, sin la necesidad de leer por obligación. Pero enseguida llegaba el viernes: ¿qué libro voy a escoger? Luego, el sábado: ¿todavía no me he leído el primer libro? En fin todos los días eran miércoles, excepto el jueves. Aprendí a leer libros sin abrirlos, a adivinar su contenido, a distinguir las voces de los ecos y, sobre todo, a recomendar lo que me gustaba. Para ello había que descubrir lo que no valía la pena, aunque estuviera precedido de un gran aparato publicitario o de la fama explosiva de los premios. Se publicaba muchísimo en aquella España ilusionada por la Democracia. Los setenta tienen una medición ecuatoriana: cinco años para finalizar la dictadura y otros cinco años para comenzar una democracia que siempre va a estar incompleta, porque todavía resuenan, en mis oídos y en las paredes del Senado, las palabras de Julián Marías que reproduzco de memoria: “En España no ha habido nunca libertad de enseñanza, y con esta Constitución que vamos a aprobar tampoco la habrá”. El consenso se llevó una libertad fundamental y la democracia sigue su historia un poco menos libre y un poco menos democrática.
Pasado, pues, el tiempo vuelvo a la tarea de seleccionar/recomendar/criticar un libro mensual para los lectores. Sólo les advierto que tengo algunas fobias que intentaré superar. No me gustan los superventas prefabricados y fugaces: sé que la historia apenas los tendrá en cuenta. Me irritan también un poco los libros de autoayuda, especialmente aquellos que van envueltos en plásticos narrativos. En cualquier caso les reproduzco estas palabras del profesor Ródenas (2023) de La crítica literaria en la prensa: «Desde que Lessing afirmó en su Laocoonte que por cada crítico de veras sagaz hallaremos cincuenta que se quedan en ingeniosos, las pullas y dicterios sobre quienes ejercen la crítica literaria han sido incontables. Al propio Lessing se le antojaba extraordinario que un crítico procediera con honradez y parsimonia, una opinión que no difiere sustancialmente de la que hoy sostiene una mayoría. La mayoría de esa minoría a la que interesan estos asuntos se entiende. Sobre el lector que se atreve a formular públicamente de manera ordenada y explícita las razones de su opinión sobre un libro llueven, desde antiguo, las piedras. Alrededor del crítico todos son suspicacias. Ante una reseña favorable se le achacarán intereses ilegítimos o trabas a su libre expresión: amiguismo, clientelismo editorial, sumisión a los mandatos o consejos del periódico o, puestos en lo peor, falta de criterio, inepcia e insipiencia. Si, por el contrario, la reseña es desfavorable las acusaciones no disminuirán, sólo cambiarán de signo: inquina personal o revanchismo, prepotencia o soberbia, afán de notoriedad, vanitas vanitatum o, puestos en lo peor de nuevo, confusión mental, incapacidad o ignorancia. Sinergias del sistema literario, para algunos»
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